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El nacimiento del hombre invisible

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Ahora, anciano, de alguna manera podría admitir que aquello es cierto: todo, o casi todo, se lo debo a mi padre. Miro mis manos que son viejas pero que adolecen de la firmeza del trabajo duro, y no me costaría mucho relacionar cada acontecimiento de mi vida con la gravitación de la vida de él. Mi madre, que fue lo admirablemente ingenua como para darse a la ciencia en cuerpo y alma, aparece a mi lado tal que la sombra de un sueño. Si de alguna manera obró sobre mí, siempre lo hizo a través del rayo de mi padre. Fue ese rayo que nacía de sus ojos tremendamente vieneses y atravesaba los gruesos vidrios de sus lentes, que hablaba en silencio y que hablaba con ensalzados términos, el que me formó. El mismo rayo que solía despertarme por la mañana, que me ataba a la poltrona de la sala de estar, que me obligaba a partir a Gmunden a pesar de todo. Ese rayo familiar, que a veces menguaba en intensidad y era, simplemente, como un tibio halo de cariño y reparación… Sí, mi padre fue un hombre extraordinario, podría declarar. Después de todo, eso fue lo que me aseguró Arthur Kahane cuando yo no tenía aún motivos para sospecharlo. “Su padre es un hombre extraordinario, jovencito”, dijo tras mirarme de arriba abajo –yo debía lucir como un pobre diablo, forzadamente distinguido, adolescente asustadizo– y me devolvió la tarjeta escrita de puño y letra por mi padre, y me invitó a pasar a la sala –La Sala de la que ya nunca volvería a salir jamás– y por primera vez pude experimentar la grandeza de Reinhardt y del arte dramático y de un mundo que me excedía y que era todo y cada cosa… Entonces, vuelvo a afirmarlo, mientras veo pasar un tranvía que se mueve por gracia y obra de la electricidad y algo en mí se estremece mansamente, intelectualmente: todo, o casi todo, se lo debo a mi padre. Mi amor por el teatro, mis viajes y la especie mi exilio, mi reconocimiento probable y efectivo, mis fugaces amistades –podría hoy cerrar los ojos y evocar con claridad, por ejemplo, la sonrisa de la señorita Callas, aperlada y húmeda–, mi humilde despacho en el Metropolitan de Nueva York y mis obras, todo se forjó con el calor del rayo de mi padre, con esa primera esquela en la que me presentaba a una figura eminente –Buen día, señor Kahane- y que luego yo imitaría, falsificando su firma, siendo él una y otra vez… Aunque quizá, todo sucedió antes, y mi arte y mis obras y mis libros y mi limitado reconocimiento y mi encubierta e infinitamente analizada fama mundial tenga su origen más atrás, en esa niñez que por segunda vez ya casi olvidé por completo y que me trae de nuevo aquí –cerca del final, lo sé– a Europa, a este banco de madera rugosa en el Parque Des Bastions.

Diecinueve años… Quizá dieciocho, contaba, cuando descubrí mi antiguo Yo. Mis padres acababan de consumar su separación –hoy juzgaría sorprendente, acaso insultante a sus propios valores, el que no lo hubiesen hecho–, y yo pasaba la tarde en la antigua casa de Viena ayudando a mudar la biblioteca de mi padre. Recuerdo que durante el almuerzo conversamos acerca de teoría musical y de la falta de una carrera académica para la Dirección Dramática; absolutamente nada respecto de mi madre, o de mi hermana, fue dicho. Más tarde él se retiró a descansar y yo me dirigí a su despacho para continuar con la tarea por la que me había convocado. No logro recordar exactamente cómo fue qué di con el artículo, solo consigo verme (como si yo fuera otro, fuera ninguna cosa o fuera el espacio que me rodeaba) sosteniendo aquellas hojas en las que lentamente reconocía nombres, y lugares, y personas, y circunstancias… de mi infancia.

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S. Freud con Herbert Graf en brazos.

Pasó bastante tiempo hasta que me decidí (lo más correcto sería decir que junté el valor) a visitar al gran hombre. Apenas lo tuve delante, yo no pude hablar, no pude moverme; y él se levantó de su asiento y pasó frente a su escritorio (incluso de cerca, su temple semejaba el de un busto de mármol) y me abrazó con firmeza. Me recibió en su consultorio. Me sonrió con aparente timidez. Me recordaba, dijo, “perfectamente”. Luego conversamos. Respondí más preguntas de las que formulé y al cabo, me fui. Mientras iba atravesando los oscuros pasillos hacia la salida, trataba de comprender de qué manera aquél hombre introvertido y achacoso había alcanzado a erguirse hasta el olimpo de la humanidad. ¿Por qué –lo intuía entonces y lo sé ahora– se recordaría su apellido durante siglos, se estudiaría su obra, se iría a conjeturar respecto de su vida para siempre? Pensaba en él y pensaba en mi padre y no encontraba respuestas. Mi padre era compositor y crítico musical; enseñaba Literatura y Estética en la Academia de Viena; se doctoró en Leyes y escribió incontables columnas de análisis político para los periódicos de toda Austria. Mi padre fue discípulo de Romain Rolland; frecuentó a Brahms, Strauss y Mahler, y conversó de matemática con Einstein. Incluso, en lo que respectaba al campo profesional específico del Dr. F., mi padre había sido pionero y prácticamente… Así que, en la ingenuidad de mi juventud, no podía encontrar las justificaciones de la grandeza de uno y de la invisibilidad del otro; pero no sentía enfado. Más bien estaba perplejo. Perplejo de ese gran hombre, de su trabajo junto a mi padre, de su relación con mi madre (y ahora pienso que de alguna manera y durante algún tiempo ella fue la mujer de ambos y por lo tanto yo el hijo de ambos), perplejo de la parte de mi vida que había olvidado completamente y que aquella tarde comencé a recordar en retazos que nunca pude unir en ninguna cobija que llegara a abrigarme.

Miro al frente y distingo, a lo lejos, la hermosa fachada del Gran Teatro de Ginebra, sus sencillas balaustradas, sus cuatro estatuas cuyas representaciones ya olvidé. Imagino –casi veo– las tablas del escenario, el más grande de Suiza; las obras que allí se llevaron adelante; el bullir de los actores en escena… Hay algo en los teatros que me cautiva, que me atrae con un magnetismo imbatible. Algo en ese esfuerzo organizado para replicar la vida, para inventarla, para edificarla a gusto y placer, enmendando sus errores o exponiéndolos cruelmente con el objetivo de no volver a cometerlos. Por mi parte, nunca referí a los actos de mis padres como una equivocación o un error. Creo sinceramente que confiaban en estar haciendo lo mejor para mí –y el niño que era–, y lo mejor para ellos mismos, claro. Ni aún el arrepentimiento de mi madre años luego, y su condena del Dr. F, me hicieron cambiar de parecer. Después de todo aquí estoy. Ya he vivido y yo también seré recordado. También se irá a conjeturar para siempre respecto de mis actos y relaciones, específicamente durante mis primeros cinco años, y esto servirá como impulso a que se indague, apenas, mi carrera como Director. Debo conformarme, pienso: también esto podría declarar, no mucho más.

 Miro hacia la derecha, más allá de las rejas que delimitan el parque. La ciudad ha cambiado mucho. Donde antes había una o dos tiendas, ahora se observa la efervescencia típica de vidrieras y productos y letras coloreadas y gente que pasa. Podría afirmar sin riesgo a equivocarme ni a pecar de jactancioso que en aquella tienda de libros, mi nombre, mi infancia, las descripciones de mí –los apuntes tomados por mi padre– se repiten insistentemente, duramente, académicamente… lo mismo que en todo el mundo. Y nadie hay que sepa que aquí estoy yo. Debo conformarme, repito e imagino las palabras que podría usar para explicar a qué me refiero –si es que me refiero a algo– sin sonar patético o propenso a la egolatría… Imagino que el Dr. F. se habría reído con sorna ante este pensamiento. No mi padre, él lo habría reprobado. Pero yo no soy él. Acaso no soy el niño tampoco; y quizá deba explicar que ese reconocimiento invisible también podría ser parte necesaria de mi tibios logros. O de mi tibia exposición… No lo sé. Recuerdo ahora la fotografía que me enseñó el gran hombre en su consultorio. “Observe”, dijo, “ya nos vimos antes”. Y me ofreció la imagen de sí mismo, al aire libre en un sillón de ratán, con un niño sobre el regazo. En la fotografía, el Dr. F. no sonríe; lleva el ceño claro y el entrecejo fruncido. Sus manos se ven determinantes y nudosas, son enormes en relación con el cuerpo del niño, al que rodean sin calor, y cuyas piernitas extendidas apenas alcanzan sus rodillas. “Es usted”, dijo, “a la edad de cinco”. Yo no pude reconocerme; pero me sentí en la obligación de creer lo que me aseguraba. Le devolví la foto y miré a un costado. Desconozco si esa imagen ha visto la luz pública, si se estudia con frío deleite intelectual en universidades distantes, si algún día lo hará. Durante mucho tiempo le temí o la abominé; hoy la pienso con esperanza. Si ese niño soy yo; si el mundo acepta que ese niño soy yo, entonces, la fotografía se trata de una prueba incuestionable de mi existencia. Y llegar a mi otro yo, éste que soy hoy aquí, a partir de aquél eslabón gráfico no debería ser complicado… Eso me tranquiliza. Lo hace aun a pesar de las implicancias deleznables, deshonrosas, insultantes de la vida privada o la verdad que de ella puedan desprenderse. Bah

Vuelvo a mirar al frente. Dejo de lado las vidrieras y los libros en que se habla de mí. Dispongo mi entendimiento sobre una paloma que camina tambaleándose y elimino la posibilidad de cualquier conclusión injuriosa por parte nuevos académicos. No debo perder tiempo en las insinuaciones de ningún joven presumido, mucho menos un joven galo presumido. A quién importa, quién sabe nada respecto de cuál hubiera sido mi destino de adulto, de mis tradiciones sexuales, de mis demonios… Mi padre fue un gran hombre y aquél joven no me conoce. Lo mismo que no me conoce ninguno de los paseantes que ahora van sumándose progresivamente a la contemplación del atardecer y de la naturaleza en el parque. Quizá también esto mismo deba declarar…

H. Graff apuntando a una actriz.

H. Graff apuntando a una actriz.

Cambio mi posición en el banco y observo las palomas, los pájaros, los perros que los estudiantes ahuyentan. Ya no hay caballos en las ciudades. No, al menos, de manera ordinaria. Y aunque los hubiera, ahora podría cruzar la calle sin inconvenientes. El peso de esa verdad agita mi respiración y pienso, ayudado de un susurro: la diferencia está en que ese logro simple e inocente ya no alcanzaría a enorgullecer a nadie. Pero ¿qué es el orgullo? ¡Qué estupidez! Hhh… ESTUPIDECES DEL AÑO – H.G. DESEA SER DIRECTOR DE ESCENA DE ÓPERA. Eso decía, así decía para que todos lo leyeran, el Libro Escolar de 1921 junto a la fotografía de mi curso. Por primera vez en la tarde, saco mi libreta de la cartera y anoto, innecesariamente, a toda velocidad.

La niñez, lo mismo que la adolescencia, abunda en crueldades sin sentido. No hay revancha que pueda llegar a mitigar ese sufrimiento; y sin embargo lo sufro casi victoriosamente. Niñez y adolescencia. A la primera, la olvido mientras todos me la recuerdan; a la segunda, la añoro, o todavía la estoy viviendo; y eso que he triunfado. Pero nadie me conoce…

Bajo la libreta y la olvido sobre mis piernas. En algún lugar de la ciudad repican unas campanas y pasa un avión cortando el cielo. A veces pienso, pienso, que todo corresponde. Yo tampoco me conocía. Tuve que leerme para hacerlo: primero en el artículo que encontré en el despacho de mi padre y luego en sus notas manuscritas: estoy en la bañadera, entonces viene el mecánico y la destornilla. Toma un gran taladro y me lo mete en la barriga. No le pases los dedos al caballo blanco o de lo contrario te morderá; y cosas por el estilo. No recuerdo esas frases; sólo recuerdo haberlas leído y haberlas desconfiado. Lo mismo desconfiará de mí la pequeña Ann cuando le cuente de sus travesuras actuales dentro de muchos años… Pero a ella, y a Werner, y a Margrit y sobre todo a Liselotte tengo que dejarlos de lado; no importa lo que me pida ese periodista. Hay algo obsceno en la exposición de las mujeres y de los hijos; algo cruel. La familia no debería traspasar los límites del hogar. El Dr. F. no debería haber usado el nombre de Hanna, ni haberse referido a Viena o a Gmunden a la Hauptzollamt. Mi madre no debería haberse analizado con él. Y mi padre…

En algún lugar de la ciudad repican unas campanas y ha pasado un avión cortando el cielo. La gente a mi alrededor, la gente en las librerías, los profesores en las universidades, todos me sueñan o me ignoran alternativamente. Yo recuerdo mis estudios, mis teatros, mis obras y mis escenarios, pero no consigo recordar lo que cuentan de mí, ni experimentar las angustias y los miedos que me endilgan; no, por lo menos, esas angustias y esos miedos… Mañana emprenderé viaje y contaré mi historia para que sea publicada. Hoy, cierro los ojos, y por más que me esfuerce no logro dar con Juanito.

Max Graf, padre de "Juanito".

Max Graf, padre de «Juanito».

  1. […] El nacimiento del hombre invisible […]

  2. ¿Y las jirafas?

    • Imagino que, en ese momento, Herbert prefería no remitir a las jirafas ni a sus implicancias. Imagino que, aun en la decisión de conceder una entrevista, habría ciertos aristas que eran demasiado pesados, incluso para él.

      Por otro lado -y no sé si será pura coincidencia-, Another Country es una de mis novelas favoritas de todos los tiempos.

      Saludos y gracias por el comentario.

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